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miércoles, 22 de junio de 2011

veraano, dulce verano.

Último día de clase. Última clase. Último minuto. Suena la campana: la última.
Un grito de liberación se eleva en medio del guirigay, como si unos presos condenados a cadena perpetua acabaran de ser puestos en libertad tras recibir el perdón de Dios sabe quién.
Me quedo sola en nuestra aula: parece un cementerio. Las sillas y los bancos que han sido animados por nuestros miedos y nuestras locuras, heridos por nuestros boígrafos robados de friqui en friqui... permanecen allí, inmóviles como lápidas.
En la pizarra han quedado los trazos rápidos del profesor que nos deseó unas felices vacaciones, ya que en nuestra clase tan sólo suspendían algunos varias materias...
Salgo del aula, miro hacia los lados y veo que todo está desolado, ni un alma andaba por aquellos pasillos que hace dos minutos estaban llenos de jóvenes desesperados por tener los tres mejores meses del año. Esos en los que no quedas con tus amigos para ir al cine, ¡No, eso era invierno! Ahora podían quedar para ir a la playa y disfrutar de un día de sol y arena, de chapusones y revolcones en la arena imitando a las croquetas... Esos días de verano.

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